Maniquíes que entristecen


Cuando abrí la puerta me pareció una sombra. Un rayo de angustia, eso fue la tenue voz que intentó articular palabras frente a mí. La veía a través de la reja. Ella intentaba gritar pero se ahogaba. No supe si era llanto o hacía los aspavientos de quien no alcanza todavía a distinguir si está preocupado o triste o atónito. Buscaba a un enfermero. Le habían dicho que en esta casa había un alguien que lo era. Esa muchachilla desconsolada inquiría sobre el médico, aunque ella no lo sabía. Imploraba que alguien le dijera qué estaba sucediendo. Pudo hablar por fin y dijo, -entonces, ¿le puedes decir al doctor que salga, por favor?, mi hermano se colgó y no sabemos qué hacer?- Era la primera gota de una tormenta que ha oscurecido el cielo de otros. Ya no necesitaban a un doctor. Les hacía falta el Ministerio público o el forense. La daga había sacudido a esa familia. Ese muchacho presentaba el rigor mortis que comprobó el doctor al que vino a buscar la hermana.
No era la primera ocasión que merodeaba el alacrán que aguijonea, asfixia y acalambra a sus víctimas. Paseaba por aquí, por esta calle, la sombra desde antes. Se llevó a otro, no al que la atrajo, pensarían las señoras que bisbisearon el rosario las noches siguientes en la casa de los deudos que no sabremos nunca lo que estarán pasando toda la vida. De súbito, habían recogido un maniquí, una piñata en lo alto sujetada por un cable de cortina alrededor del cuello amoratado de ese joven. Dicen que le tocó de rebote, que cuando la parca no llega a donde había sido convocada se saca la espina cerquita, como si el relámpago rebotara y, sin remedio, debiera recoger algo que ya reclama como suyo.
A unas casas de ahí, de la del suicida por el que rezan, hace unos días, un machetazo impidió que un tal Juan, por nombrarle de alguna manera, viera de frente a la muerte, a la que llamaba cada determinado tiempo cuando la frustración o el berrinche de héroe dramático lo convertían en un transfigurado Cristo en el Getsemaní. Las otras veces, cuentan, algo lo había desclavado de esa cruz elegida. Una ocasión fue un vecino que pintaba la fachada de su casa y escuchó a la madre de Juan, un adolescente en ese entonces, que le rogaba, piadosa, que se bajara de ahí, que no lo hiciera. No se supo nunca nada de eso. Pero, luego, los rumores decían que el señor aquel lo convenció o lo bajó como pudo y pasaron los años. Hubo otra vez en que no resistió la viga de donde pendía el cable y se llevó un carajazo solamente. Esta noche de hace unos días, afirman las charlas del pasillo en el velorio, se lo llevó la ambulancia y no el forense, en el hospital lo volvieron a la vida y, cuando despertó, seguía siendo el padre de dos niñas. El chispazo de vida lo había atestado su mujer que, por puro instinto, por salvar al que se convulsionaba con los pies colgando ante ella, o por no querer ver a la muerte tan cerca, tomó entre sus manos el arma blanca con la que el mismo aspirante de suicida la había agredido un rato atrás y cortó el cable de donde éste había decidido alejarse de los que decía querer. Dicen las viejas rezanderas que esa mujer pudo ser la que cuchileó a la diva que se pasea por aquí en las noches. Dicen que era cuestión de tiempo para ver dónde caía ese zumbido que avisa la desgracia. Y cayó ahí, en la inexplicable resolución de un muchacho al que le llorará su madre cada día de la vida a la que él renunció. La gente se pregunta ¿qué es lo que lleva a alguien al suicidio?; Camus se preguntaba lo contrario. Afirma que tarareamos mucho más esa otra pregunta con la que inicia El mito de Sísifo, “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental”.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
Free counter and web stats